domingo, septiembre 24, 2006



Una ventana al Río de la Plata

Sigue el paso de los habitantes de la capital uruguaya

Carmen González

Montevideo, Uruguay (23 septiembre 2006).- En la capital uruguaya de nada sirve hacer planes; la ciudad los deshace. El viajero debe detener sus pasos al llegar y esperar a que sus calles le indiquen por dónde empezar.

A Montevideo le gusta contar las historias que surgen en plazas, callejuelas y cafés. Al echar una mirada al interior de estos últimos, se antoja ser, aunque sea por un instante, un montevideano que toma mate, que habla de literatura, remarca el "vos" y sale a caminar por los pasajes de su "ciudad-madre".

Porque, si algo es seguro, es que
Montevideo es mujer, su esencia femenina se siente a cada paso, cuando el viajante comprueba que aquí es imposible perderse, pues la ciudad le lleva de la mano y lo arropa con la sonrisa de sus habitantes.

La capital presume sus encantos: "Mirá, esta es mi Plaza Independencia, sentate a ver pasar el tiempo, tomate un mate y dejá que te cuente mi semblanza".

Tres historias perviven sobre el origen de su nombre. Una versión afirma que un marino que viajaba con Fernando de Magallanes expresó, en portugués: "Monte vide
eu", que significa: "Yo vi el monte", cuando vio lo que hoy se llama Cerro de Montevideo, la pequeña elevación que preside la bahía del puerto.

Otra asegura que los españoles anotaron en un mapa la ubicación del cerro como "Monte VI de Este a Oeste" (MonteVIDEO).

Y finalmente, se dice que en 1520 Fernando de Magallanes nombró al mismo cerro Monte Vidi, casi 200 años antes de que la ciudad fuera fundada, en 1724.

Pero independientemente de la procedencia del apelativo, Montevideo se ha convertido en una
entrañable conocida a la que da mucho gusto volver a ver.

En una banca de la Plaza de la Plaza Independencia, a la sombra del monumento del general José Artigas, un anciano toca el violín. Una melodía de Roberto Cantoral acompaña el paso de los andantes; dos bancas más allá, un par de jóvenes invita a las mujeres a su puesto de artesanías. "Lo que te agrade, flaca", pregonan.

El forastero podría pasar horas presenciando escenas como éstas, pero en el extremo oeste de la Plaza, un portal de piedra roba la atención
como un imán.

Al calor de un café

Del otro lado del portón está la Ciudad Vieja, con la calle peatonal Sarandí como punto central. A la izquierda se encuentra la calle Buenos Aires, y en una esquina, el Café Bacacay.

El local no es muy grande, tiene mesas en la acera y en el interior se siente una calidez que parece decir "ya te esperaba".

Y es que sólo en los cafés se entiende porqué Montevideo narra su existencia en estos sitios; relatos ligados a los otrora almacenes y pulperías, hoy
cafés y bares.

Es en esos espacios donde la ciudad cede la palabra a los montevideanos, como don Carlos, el anciano que, pipa en mano, acude todas las mañanas a tomar su expreso y a leer el periódico; o Mayra, la joven mesera de mirada intensa... Son ellos quienes cautivan a los parroquianos con sus anécdotas.

Es así como se sabe que, hace muchos años, aquí mismo, estuvo el bar El Vasquito, consentido de artistas teatrales como Estela Medina; de escritores como Mario Arregui, y de todo aquel que gustaba de la
bohemia que se desarrollaba al otro lado de la calle, en el Teatro Solis, a mediados del siglo pasado.

A decir de quienes lo conocieron, se trataba de un bar de "minutas" (sandwiches, milanesas...) y "de parar", es decir, tomar un trago de pie en la barra.

Pero los tiempos cambiaron, y El Vasquito cedió ante la modernidad en su decoración, aunque, a decir de Mayra, goza de una clientela muy leal que, con la mirada fija en el Tetro Solís, revive en cada sorbo de café al Montevideo de los 50.

Y una vez que ha
dejado clara su esencia de nostalgia, tranquilidad e interminables tertulias en sus cafés, el viajero puede continuar su recorrido, convencido de que ha tenido a la mejor guía.

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