viernes, junio 01, 2007

El affair Chávez vs. RCTV


Por Epigmenio Ibarra
eibarra@milenio.com

Hugo Chávez es un revolucionario harto peculiar. Es antes que nada militar, y la cruz de esa parroquia no se puede negar jamás. Habla hasta por los codos, predica más bien —porque lo suyo es fervor religioso— con una exaltación tan enfermiza como hueca, reparte petrodólares por el mundo para allegarse aliados y construir así un liderazgo en el que se imagina Simón Bolívar reencarnado, tiene frente a sí una contrarrevolución tan escandalosa como poco efectiva y todavía, todavía, no hace ninguna revolución.

Su ascenso —por la vía electoral—, el innegable apoyo popular del que goza, se explican por la bancarrota total, el descrédito, la corrupción de la clase política venezolana. No es, sin embargo —todavía— más que un cambio de aires, una ilusión, una voz que suena más cercana para la mayoría empobrecida. Falta ver si sus promesas revolucionarias pasan a ser algo más que promesas y si logra —más allá de las ventajas de una economía petrolizada— generar bienestar y justicia para esos que en los tugurios y cerros se disponen a marchar en defensa del régimen cada vez que éste los convoca.

Ocupados en la defensa histérica de sus privilegios. Histérica en tanto se basa mucho más en prejuicios y percepciones que en realidades, sus oponentes han renunciado a la política (qué política podrían hacer en tanto que son corresponsales de su descrédito total) y optado por el escándalo y la conspiración. Incapaces de articular una oposición seria y eficaz lo único que han hecho es fortalecer —con sus torpes intentos golpistas— al hombre al que intentan defenestrar y tanto que si hay revolución en Venezuela lo habrá de ser por contragolpe.

La decisión de no renovar la licencia de RCTV —eso es estrictamente lo que hizo Hugo Chavez apegado a las atribuciones que al Estado correponden— es vista por muchos como el apocalíptico arranque de un régimen totalitario. Yo tengo mis dudas. Más que un gesto propio de un gobierno revolucionario que avanza hacia el socialismo y pretende concentrar en manos del Estado la propiedad de los medios de comunicación, me parece un mero trámite burocrático, el desquite administrativo de un caudillo, que luego de muchos amagos y advertencias, se lanza contra un oligarca: Marcel Granier, dueño de la televisora, quien ha conspirado muy activamente para derrocarlo.

¿Abuso de poder? ¿Legítima defensa? ¿Atropello contra la libertad de expresión? ¿Acto soberano de un Estado que pone coto a la arbitrariedad e impunidad de quienes hacen de la pantalla un instrumento golpista y han construido un poder paralelo? ¿Práctica deleznable de un régimen dictatorial que suprime las voces disidentes? ¿Acción ejemplar de un Estado ante concesionarios que se consideran sin obligación alguna y que creen que detentan esa concesión a perpetuidad? Son muchas las lecturas posibles de este hecho que tiene convulsionada a Venezuela y que por su impacto no puede ser visto desde lejos.

No se valen ni la revancha ni la conspiración golpista. No se vale la injerencia del poder en los medios ni tampoco la de los medios en el poder. No se vale, y desgraciadamente así es; así hemos permitido que sea. En América Latina, en México, la relación perniciosa entre televisión y gobierno, esa relación viciosa de supeditación recíproca: unos primero como soldados del otro y ese después como peón de los concesionarios, ha contaminado y pervertido nuestra ya de por sí —en tanto que no produce ni bienestar para la mayoría, ni justicia y libertad— endeble democracia.

No puedo, de ninguna manera, aplaudir el cierre de RCTV. No lo hago ni por convicción democrática ni por mi oficio. Una voz menos, una voz que calla o a la que callan así, nos empobrece a todos. Menos todavía puedo hacerlo porque de gente formada en esa empresa (José Ignacio Cabrujas, María Auxiliadora Barrios, Alberto Barrera, Ricardo García, Luis Zelcovics) aprendí mucho de lo que sé y de lo que hoy hago en televisión, y porque también esa empresa, en el pasado, ayudó con una telenovela: “Por estas calles” a desenmascarar a Carlos Andrés Pérez y puso en evidencia sus corruptelas y arbitrariedades.

Tampoco puedo aplaudir una medida que limita la libertad de expresión y cierra el espectro de oportunidades a la que la gente, cuando enciende su televisor, tiene derecho. Tan en contra estoy de la irracional concentración monopólica de los medios por la iniciativa privada (un lastre para nuestra democracia), como de la pretensión del gobierno de convertirse en el único que los opera. No quiero a la televisión decidiendo más las elecciones, ni al gobierno apagando pantallas.

No hay comentarios.: